Participante: Daniel Calderón Martin
Mi viaje de dos semanas para realizar un curso de inglés a Portsmouth en noviembre de 2012 se convirtió de un primer día espantoso a ese viaje especial que cambia vidas.
Cargado con un maletón con 15 kg, otro de mano de unos dos, habiendo decidido que durante ese viaje dejaba de fumar, y sobre todo 20 toneladas de miedo en el cuerpo, llegué a Standsted. Me dirigí a una ventanilla y pedí mis billetes de autobús. Hasta Victoria Coach Station y de ahí hasta Portsmouth. Hasta la estación londinense todo fue perfecto, pero todo se empezó a torcer cuando leí en el billete que el autobús se dirigía a Bournemouth, y yo que creí que llevaba un buen nivel de inglés, al llegar allí me pareció como si hablaran una lengua muerta, decidí no hacer el ridículo y subirme en ese autobús pensando que seguramente esa sería la parada final pero que antes pasaría por mi destino. Eso mismo debió pensar una chica a la que le pasó exactamente lo mismo que a mí hasta que llegamos hasta el final del trayecto y el conductor nos dijo que bajáramos. Imaginadnos ahí desamparados en un lugar de nadie. Hablamos y decidimos ir a buscar una comisaría. Después de casi una hora dando vueltas nos encontramos a un agente y entre los dos le explicamos lo sucedido. (Al parecer él nos entendía a nosotros perfectamente pero nosotros a él ni por asomo). Nos llevó hasta una estación, nos subió en un autobús a cambio de 5 libras cada uno y nos dirigimos hasta Portsmouth. Para evitar de nuevo un problema decidimos pararnos en la estación (había 3 paradas más y casualmente aquella era la más alejada hasta donde se encontraba la casa en la que me iba a quedar, en Southsea. A ella le resultó lejana pero ni por asomo como a mí). Hasta aquí ya parecería demasiado, pero imaginad estar andando con todo lo indicado durante más de una hora, con unas ganas terribles de fumar. Y ahora imaginad la escena si se pone a llover y el viento mueve sin control la lluvia y el paraguas, y sin encontrar un solo taxi en ningún momento. Yo solo pensaba que quién me mandaría a mí irme hasta allí, pero también pensaba que llevaba mucho tiempo deseando pelear por estos momentos o sueños, y que debería llegar como fuera, aunque realmente tampoco me quedaba otra. Tras muchas vueltas, a las 7 de la tarde llegué a la casa (tenía que haber llegado a las 11 de la mañana como muy tarde) hablé como pude con la mujer, cené y caí rendido. Al día siguiente todo empezó a cambiar, descubrí que todo era cuestión de oído, que si me hablaban despacio lo entendía todo (al final del viaje ya me había acostumbrado totalmente), que ambas ciudades (Portsmouth y Southsea) que el día anterior no había observado eran increíblemente preciosas, y que la chica que hizo todos y cada uno de los trayectos que yo hice el día anterior, algunos desconociéndolo, iba a la misma escuela que yo. Nuestra sonrisa fue inmediata, y también la conexión.
Decenas de excursiones, algunas kamikazes (y es que dicen que la mejor manera de conocer los sitios es perderte, y lo corroboro), de tazas de café escocés o de cervezas, de risas, de promesas, de entablar una conversación cualquiera con cualquier persona únicamente por el hecho de hablar inglés, de fotos, de amigos en cualquier parte del mundo, etc.
Y es que aunque la elección de elegir un hogar por el hecho de creer que engrandecería mi experiencia no resultara ni de cerca lo que imaginé, fue sin duda lo que necesitaba, vivir la sensación de cumplir un sueño, de vencer los miedos, de volver a creer… vivir momentos increíbles, vivir la sensación de libertad, de plenitud… vivir al fin y al cabo.
La vuelta fue sencillísima, no ya sin contratiempos, sino que dominando completamente la situación. Portsmouth nos salvó a ambos y por eso prometimos en el interior de un barco de papel que venció grandes olas en el mar de aquella ciudad que volveríamos. Ya hemos comenzado a planearlo.
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